LETRA Y ESPÍRITU

LETRA Y ESPÍRITU

Homilía del Padre Rafael Tello en la misa de la Vigilia de Pentecostés de 1976 Junio

(Noche de oración juvenil)

Comienza este día de Pentecostés, el día en que el Señor derramó su Espíritu sobre todos los hombres. Y también lo ha derramado en su Pueblo, en su Iglesia. Y lo ha derramado sobre nosotros.

Miren, la vida cristiana es una vida con una exigencia, con una fuerza, que parece absurda.

¿Ustedes creen que Dios existe? No lo han visto, pero creen. ¿Creen que Cristo resucitó? No lo han visto. Pero, porque la Escritura lo afirma y los apóstoles dan testimonio, saben que Cristo resucitó. Del mismo modo, con la misma fuerza, la Escritura nos enseña que Dios derramó su Espíritu sobre nosotros.

Yo sé que soy indigno y que soy pecador, pero sé con certeza, sin duda, que Dios derramó su Espíritu sobre mí. Y si dijera que no, o si dudara, sería mentiroso, porque me consta, sé, con la misma certeza de la fe, que Dios derramó –y derramar es volcar– derramó su Espíritu sobre mí. Y así, cada uno de ustedes tiene que saberlo. Es un don de Dios y es una tremenda responsabilidad. Pero Dios, que dio su Espíritu a su pueblo, también, por la fe y por el Bautismo, los ha llenado de su Espíritu Santo.

La fe no admite vacilación. Yo no puedo dudar de que Cristo venció al pecado y a la muerte. Es una infidelidad. Yo no puedo dudar que Dios me ha dado su Espíritu, su amor, su fuerza. Y dudarlo sería también un pecado. La vida cristiana es radical. Si creo, tengo que creer hasta el final. Sé que tengo la fuerza de Dios y si no, no soy cristiano.

¿Ustedes creen? ¿Se animan a decir, con fuerza: «¡Sí, creo!»? Si se animan, ¡díganlo! («¡Sí, creo!») Bueno, esto hay que traducirlo en la vida.

Es cierto que Dios ha dado su Espíritu. Creo que hay muchas razones. María estuvo llena del Espíritu de Dios. El Espíritu la cubrió con su sombra, y engendró a Cristo. Y Cristo recibió el Espíritu sin medida dice San Juan (ver Jn 1, 32-34; 3, 34). Pero María es nuestra Madre. María nos ama. María, cubierta con la sombra del Espíritu Santo nos engendra también a nosotros. Yo soy hijo de la Virgen María. Y ustedes, cada uno –porque al pie de la cruz nos engendró– son hijos de la Virgen María. Y si María nos amó con amor de madre y nos engendra como hijos de Dios, María también, con su oración, nos da el Espíritu de Dios.

¿Ven? Las mujeres, especialmente, que están acá, tendrían que aprenderlo muy bien esto: María amó, y amando fue madre. No hizo nada. Después de Pentecostés, nada. Pero amó. Y por el amor, fue madre y engendró. Y por el amor, comunicó el Espíritu de su Hijo. El amor de María hace que también Dios derrame con más abundancia su Espíritu sobre nosotros.

Yo creo que también hay otro hecho. No se ve ahora, pero creo que ser va a ver, no muy lejos.

El Señor, en el Evangelio, les promete a sus discípulos que serán perseguidos, que serán llevados a los tribunales, que serán muertos, para dar testimonio de él (ver Mt 10, 16-25; Mc 13, 9-10; Lc 21, 12-13; Jn 15, 20-21. 27; 16, 1-4).

La Iglesia argentina también tendrá que fundarse en la sangre de mártires. Y cuando alguno de los que están acá tenga que dar su sangre por Cristo –y la dará– sepan que fue porque recibió el Espíritu de Dios.

El Espíritu ha sido derramado sobre la Iglesia. Y con ese Espíritu que Dios ha derramado sobre su pueblo, que también nosotros hemos recibido, con ese Espíritu tenemos que vivir para Dios.

¿Por qué digo esto? El amor de Dios, dice santo Tomás, no le permitió quedar solo. El amor de Dios lo obligó a buscar en los hombres colaboradores. Así como es cierto que nosotros completamos lo que falta a la pasión de Cristo para la redención de los hombres (ver Col 1, 24), así también es cierto que nosotros tenemos que, por la fuerza del Espíritu, edificar el Cuerpo de Cristo, la Iglesia de Cristo.

¡Qué poca fuerza tenemos para eso! Pero el Señor, en el Evangelio, es muy clarito: «Si alguno cree, que venga a Mí y beba. Porque de mis entrañas manarán torrentes de agua viva» (ver Jn 7, 37-38).

Si alguno cree, que venga a Mí y beba… Bebe el que tiene sed. Nosotros hoy, acá en la misa, vamos a comer el Cuerpo de Cristo y a beber su Sangre. Y Cristo es la fuente del Espíritu. De su seno, de sus entrañas, manarán torrentes, ríos de agua viva. Y esto lo decía por el Espíritu que habían de recibir (ver Jn 7, 39).

Tenemos que construir la Iglesia. Y para eso, Cristo nos invita: «Si alguno cree, venga y beba». Tenemos que tener fe y beber de Cristo, para recibir el Espíritu y así cumplir con la misión, con lo que el mismo Espíritu nos ha encomendado en la Iglesia.

¿Qué es esto que el Espíritu nos ha encomendado? El Espíritu construye la unidad. El Espíritu es el que reúne a los hijos de Dios dispersos en la unidad de un único cuerpo. Nosotros hemos recibido el Espíritu y tenemos que construir la unidad. La unidad del Pueblo de Dios. La unidad del Cuerpo de Cristo.

Y esto me parece que toma sentidos muy concretos. ¿Por qué ha sido posible esta noche? Porque nos hemos reunido. Porque ustedes se han reunido: muchas parroquias, muchos movimientos juveniles, muchas organizaciones, distintas diócesis. Pero, porque hemos dejado un poco de lado el individualismo que nos separa, nos reunimos. Y porque quisimos reunirnos, porque hubo una voluntad de unión, esta noche fue posible. Y esto es don de Dios. Es un regalo de Dios. Y los dones de Dios no son para que pasen, no son para dejarlos morir. Los dones de Dios son siempre una responsabilidad.

El Espíritu de Dios ha venido sobre nosotros… ¿para qué? Para que nos unamos, y nos unamos cada vez más. Ahora es Buenos Aires, Gran Buenos Aires, que aprende a unirse. No basta. No basta. Todo el país, toda la nación, y el día de mañana todo el Continente tiene que unirse. Y ustedes, los jóvenes, son los que tienen que hacer eso, por la fuerza y por la virtud del Espíritu. Son ustedes –los que han comenzado– los que tienen que llevar la obra a término. Unir, unirse ustedes, para unir el día de mañana a todo el pueblo. Unirse en alegría, en gozo, en entusiasmo, y en la esperanza firme de que un día será realidad la obra que el Espíritu ha comenzado.

La fidelidad al Espíritu yo la veo así, para ustedes, en dos líneas, como en dos grandes canales que se abren, así en la vida.

El Espíritu nos enseña a conocer a Dios. Conocer a Dios es amarlo, porque no se lo conoce si no se lo ama: es amándolo como se lo conoce.

Yo creo que el Espíritu llama, y los llama a ustedes a una entrega. A una entrega a Dios, a una entrega a conocer a Dios, a una entrega en el conocer. Un conocer enamorado, un conocer que se da, un darse que no tiene límites.

Yo ya soy viejo, y les puedo decir –tal vez por eso mismo–, en las cosas de Dios jamás se llega a término: cuanto más se da, un horizonte más amplio se abre. Cuanto más se entrega, más campo queda para entregarse. Cuanto más se abre uno, en un vaciarse en Dios, tanto más crece la luz y el horizonte.

¿Ven? La vida entregada a Dios es un vértigo sin fin. Lo que nos retiene es el egoísmo, el interés, el temor, o la falta de fe y de confianza.

Dios les ha dado el Espíritu. Crean. Y entréguense. Y no se van a arrepentir. Pero entréguense hasta el fondo, sin reservas, sin temores. «El que pierde la vida por mí, la encontrará –dice el Señor–; el que quiere guardarla la perderá» (ver Mt 10, 39; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33; Jn 12, 25).

Han recibido el Espíritu de Dios, que es el amor de Dios. Crean y entréguense. Recuerden aquella expresión de San Agustín en las Confesiones. Oía una voz que le decía: «Salta, salta, no caerás en el vacío. Hay unos brazos que te esperan». Salten, salten, no van a caer en el vacío, hay unos brazos que los esperan. Entréguense, dense sin límites.

Dios es Luz y es Amor (ver 1Jn 1, 5; 4, Han recibido el Espíritu para que trabajen. Denle el tiempo, la preocupación, la actividad.

Y esto que se ha comenzado –que comenzó el año pasado con la Peregrinación a Luján–, esto ustedes tienen que hacerlo crecer, pero mucho más. Setenta mil muchachos es muy poco. Mucho más. No digo con exageración. Es muy poco. «A nosotros y al Espíritu Santo nos ha parecido», decían los apóstoles (ver Hech 15, 28). Ustedes y el Espíritu Santo pueden mucho más.

Yo quisiera que en este día de Pentecostés nazca, por la obra del Espíritu de Dios, un espíritu nuevo en ustedes. Que comprendan y que sepan que es posible. «Los campos están blancos para la siega», decía el Señor (Jn 4, 35). Sepan que es posible.

Y creyendo en la fuerza de Dios, láncense, que es mucho más de lo que se ha hecho lo que nos espera.

Hemos pasado la noche en vigilia. Y sabemos por la fe –que es el conocimiento más cierto– que Dios nos ha dado su Espíritu. El Espíritu es el amor de Dios. Y porque es el amor de Dios, el Espíritu es la fuerza, el poder de Dios.

Dios nos ha dado su Espíritu. Dios nos ha dado todo: nos ha dado su amor y nos ha dado sus fuerzas. Creamos en lo que hemos recibido.

Padre Rafael Tello

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